Mi Dios, en cambio, se había disociado. Estaba el Dios del llano, el de los «no», el de los diez mandamientos, el que ordenaba «no robes», «no mientas». Pero mi Dios de la montaña era diferente: era el Dios al que le expresaba que si bien sentía que la eternidad era el destino, a la vez le imploraba que me dejara permanecer un poco más en la Tierra. Era el Dios amigo, al que le pedía que me ayudara a atravesar la cordillera.