Florencia Gattari

NO SÉ CUÁNDO fue que Pablo empezó a desarmarse. Tenía más de veinte seguro, llevábamos una vida sin pistas de que pudiera haber otra cosa que el Pablo de siempre. Su crecimiento, sus cambios, sí, pero con ese hilván que nos permite leer al otro en una cierta continuidad. Qué de lo que pensamos que era un momento de silencio, de tristeza tal vez, se convirtió en el principio de perderlo.

Un cuerpo gesta otro cuerpo. Un cuerpo llega a la vida. Un cuerpo cae al vacío y el que era ese cuerpo de pronto ya no está entre nosotros.

Durante mucho tiempo voy a preguntarme cómo se hace para no romper una infancia volcándole encima una tristeza que no se puede apurar, aunque tarde tanto en disiparse.

Cerrar una caja es también una versión de estar arrasada, un modo de decir que no hay proporción entre lo que se perdió y lo que queda.

“No hay palabras”, se dice a menudo en las historias, o bien: “no se puede describir”, y las más de las veces considero que esto son excusas para la pereza; sin embargo, esta historia tiene que ver realmente con lo que no tiene nombre, con segundos de espanto para los que no hay lenguaje.

Peter Handke, Desgracia impeorable

ANTES DE LA MUERTE de Pablo, escuché decir a una psicoanalista con la que estudiaba que no hay por qué pedirle a nadie que sobreviva a un hijo. Me acuerdo que no supe qué pensar de eso, me impactó la idea. Lo rotundo de la idea.

Tener un hijo se convertía automáticamente en la posibilidad de perderlo.

SENTÍ QUE ME quedaba huérfana cuando se murió mi hermano. Pero acá están mis padres ocupándose de mí, de mi hermana, de sus nietas. La orfandad es esto: que los que una ama puedan morirse en cualquier momento.

Hablame para que pueda no pensar.

Y la primera estrella de la tarde, cómo no pedir ahí también. Que sea feliz, que no se enferme. Y a los tréboles: la cantidad de hojas era lo de menos. Que no se aburra de jugar conmigo. Y a las luciérnagas. Que siempre encuentre motivos para seguir deseando.