Pero hay otro argumento poderosísimo inscrito en el uso de la palabra fascismo: merced a la experiencia heredada de la barbarie del siglo XX, creemos estar en condiciones de detectar determinadas señales (un acto racista, un recorte de las pensiones, una frase sexista, una vulneración de la separación de poderes...) como una amenaza potencial que, si no detenemos (si, como mínimo, no nos atrevemos a llamar como merece, es decir, «fascista»), provocará un deterioro irremisible de la convivencia y al final, como ya demostró la historia, acabará desembocando en un Auschwitz contemporáneo.