Andrea Daga

Tres horas de ferri hasta Busan, el tren hasta Seúl.

—No soporto esta altura. Me da vértigo. Prefiero la niebla. Impide ver de lejos. Obstruye el ­horizonte. Da la impresión de que tenemos tiempo, de que tenemos derecho a no ver nada. A no ver nada venir.

ferris que conectan la isla con la península salen de Fukuoka, en el sur, y llegan a Busan.

Tengo la impresión de que mientras no me duerma, nada cambiará, nada envejecerá. Y me siento atrapada en una costra de tierra, tan purulenta como el líquido que brota de mis oídos.

—He pensado una cosa —me dice al rato—. Deberíamos morir como hace la muda de los animales. Cuanto más viejos, la piel se haría más clara. Al final, veríamos todo lo que hay dentro de nosotros, las venas, los huesos, los sentimientos, todo.

Deberíamos morir como hace la muda de los animales.

—No. Nos volveríamos más ligeros, eso es todo.

Cuando Corea fue dividida, nuestra nacionalidad seguía siendo la de la Corea unificada. La llamábamos Joseon

perfume azucarado me entra en la garganta. Ha conservado nuestras literas. La imagen me entristece esta noche. El hierro forjado parece demasiado fino para sostenernos.

Es verdad que las flores no crecen en noviembre —acabo diciendo sin más.