—¿Y esto, Tarabana? ¿No hay también algo parecido al robo en el simple hecho de que acepte yo este dinero que tú me traes?
—Depende, hombre, depende… Axkaná, por ejemplo, diría que sí; pero Axkaná es hombre de libros. Yo, que vivo sobre la tierra, aseguro que no. La calificación de los actos humanos no es sólo punto de moral, sino también de geografía física y de geografía política. Y siendo así, hay que considerar que México disfruta por ahora de una ética distinta de las que rigen en otras latitudes. ¿Se premia entre nosotros, o se respeta siquiera al funcionario honrado y recto, quiero decir al funcionario a quien se tendría por honrado y recto en otros países? No; se le ataca, se le desprecia, se le fusila. ¿Y qué pasa aquí, en cambio, con el funcionario falso, prevaricador y ladrón, me refiero a aquel a quien se calificaría de tal en las naciones donde imperan los valores éticos comunes y corrientes? Que recibe entre nosotros honra y poder, y, si a mano viene, aun puede proclamársele, al otro día de muerto, benemérito de la patria. Creen muchos que en México los jueces no hacen justicia por falta de honradez. Tonterías. Lo que ocurre es que la protección a la vida y a los bienes la imparten aquí los más violentos, los más inmorales, y eso convierte en una especie de instinto de conservación la inclinación de casi todos a aliarse con la inmoralidad y la violencia. Observa a la policía mexicana: en los grandes momentos siempre está de parte del malhechor o es ella misma el malhechor. Fíjate en nuestros procuradores de justicia: es mayor la consideración pública de que gozan mientras más son los asesinatos que dejan impunes. Fíjate en los abogados que defienden a nuestros reos: si alguna vez se atreven a cumplir con su deber, los poderes republicanos desenfundan la pistola y los acallan con amenazas de muerte, sin que haya entonces virtud capaz de protegerlos. Total: que hacer justicia, eso que en otras partes no supone sino virtudes modestas y consuetudinarias, exige en México vocación de héroe o de mártir.