Pero aun estas mismas palabras, de apariencia neutra, no salieron de los labios del Presidente sino acompañadas del movimiento nervioso —huella de viejas heridas— que revelaba en él algo más que la mera disposición a oír: el apresto a la defensa y al ataque.
—No son —continuó el joven ministro— más que dos o tres aclaraciones: las suficientes para que tanto usted como yo estemos en guardia contra la insidia de los chismosos.
—Muy bien, muy bien. A ver.
Sintió Aguirre, por primera vez desde hacia diez años, que una cortina invisible iba interponiéndose, conforme hablaba, entre su voz y el Caudillo, el cual, a cada segundo que corría, se le antojaba más severo, más hermético, más lejano.
Sin lograr librarse de esa evidencia, Aguirre continuó:
—En estos días han estado a visitarme, uno tras otro, casi todos los jefes con mando de fuerzas.
—Me lo habían dicho…
—… y los más de ellos, por no decir que absolutamente todos, me han ofrecido su apoyo para el caso de que aceptase yo mi candidatura…
—Ajá.
—Yo…
—Sí, eso es: ¿usted qué piensa?
—… yo les he respondido lo que usted ha de imaginarse: que no me creo con tantos merecimientos ni tengo tampoco esa ambición…
—Muy bien… ¿Y piensa usted eso mismo? Lo importante está allí.
La pregunta salió envuelta en las entonaciones profundamente irónicas que Aguirre había advertido tantas veces en frases que el Caudillo dirigía a otros, pero nunca en las que le dirigía a él. De modo que ahora el tono de la voz, como poco antes la mirada y el gesto de su jefe, vino también a desconcertarlo, a herirlo. Algo se rompió en sus sentimientos según replicaba:
—Si no lo pensara, mi general, no lo diría.
—¿Cómo?… Se me figura…
Pero no redondeó su idea el Presidente. Volvió el rostro, lo inclinó un poco hacia abajo, hacia el mar de copas verdes, donde la brisa ondulaba, y hundió allí la mirada durante breves segundos. Luego, como si quisiera tomar atrás, prosiguió:
—¡Vamos! Veo que no me entiende usted…
¿Iban a brotar de nuevo el semblante y el tono afectuosos? Aguirre lo esperaba, lo creía. Aun llegó a parecerle por un instante que todo lo anunciaba. Pero en el instante inmediato, aquel débil anuncio se ahogó en el manantial suspicaz e irónico, en creciente ahora.
—Lo que le pregunto, Aguirre —el Caudillo continuaba—, no es si en efecto piensa usted lo que está diciéndome. Le pregunto si piensa en efecto lo que respondió a sus partidarios. Dos cosas bien distintas. ¿O no me explico?