Yûichi y yo subíamos a veces hasta lo alto de una escalera estrecha en la oscuridad negra y brillante, y mirábamos juntos el fuego del infierno. Con el reflejo en la cara de ese calor que casi nos hacía desmayar, contemplábamos cómo hervía a borbotones un mar de fuego que espumeaba al rojo vivo. La persona que estaba a mi lado era, ciertamente, mi único amigo, y estaba más cerca de mí que nadie en el mundo, pero, sin embargo, no nos cogíamos la mano. Nos sentimos muy solos, pero somos demasiado independientes. Y yo, mirando su perfil ansioso iluminado por el fuego, pensé que, a lo mejor, ésta sí era la verdad. No éramos un hombre y una mujer en el sentido convencional, pero éramos los verdaderos hombre y mujer, los primigenios. De todos modos, el lugar era horrible. No era un sitio donde dos personas pudiesen jurarse la paz