Tras la muerte de aquella anciana, cada domingo iba yo a la ribera de un estanque de lotos, en las afueras de Hanói, donde siempre había dos o tres mujeres de espalda encorvada, de manos temblorosas, que, sentadas en el fondo de una barca redonda, se desplazaban por el agua con la ayuda de una pértiga para colocar hojas de té dentro de las flores de loto abiertas. Regresaban al día siguiente para recogerlas, una a una, antes de que los pétalos se marchitasen, después de que las hojas aprisionadas hubieran absorbido durante la noche el perfume de los pistilos. Me decían que cada hoja de té conservaba así el alma de aquellas efímeras flores.