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Pol Gise

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    Los seres más horribles dan rienda suelta a su locura y a su crueldad a plena luz del día, delante de todos vosotros, pero parece que preferís a un monstruo honesto que a un ingenuo hipócrita.
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    Perséfone, «la que trae muerte».
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    Perséfone, «la que trae muerte». Hay quien dice que acabó enamorándose
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    Ese río de ahí es Flegetonte —dijo señalando el río de fuego de donde salía humo.

    Asentí, atento. Luego señaló a nuestra derecha.

    —Ese río más pequeño se llama Cocito, pero podréis llamarlo «río de las lamentaciones»...

    —¿Podréis?

    Me ignoró.

    —El río más grande, donde acaba yendo Cocito, es el Aqueronte, el río de la pena —dijo señalando el recorrido con el dedo, hacia la izquierda.

    —Si están unidos, ¿no son el mismo río? —pregunté estúpidamente.

    Abuela suspiró.

    —El Cocito es un afluente del Aqueronte.

    Me quedé mirándola a la espera de que me explicara qué narices era un afluente. Volvió a suspirar.

    —Da igual, tampoco te encargarás directamente de los ríos...

    Iba a preguntarle otra vez si iba a venir alguien más, allí, conmigo, pero ella siguió hablando.

    —Al otro lado está Lete, las aguas del olvido... —añadió mientras señalaba más a la izquierda—. Y el río de la orilla en el que estabas llorando, que va hacia ambos lados, y me atrevería a decir que has aumentado su caudal, es el Estigia, el del odio.
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    Mi tía era una bestia con tres cabezas de serpiente, del tamaño del mismísimo monte Olimpo. Era de color verde, pero no del que me gustaba a mí, sino un verde triste, apagado... No me siento cómodo relacionando el color de otros seres con estados de ánimo, no sé por qué lo hago.

    —Hades, te presento a Hidra, fruto de mi aventurilla con Tártaro.
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    Ares era el nombre de ese chico con cara de mala hostia y que, por cierto, no se detuvo. Me preparé para defenderme.

    —No sé quién eres, Ares, ¡pero si no te detienes voy a tener que hacerte daño! —le advertí.
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    A ver, te lo resumo: Zeus y Hera acaban de casarse, Ares es su hijo y Afrodita salió de los testículos del abuelo. ¿Recuerdas lo de que padre se los cortó y los lanzó lejos? Pues cayeron al mar y de ahí salió Afrodita. Y han pasado más cosas, pero tampoco vienen a cuento ahora ni son de tu incumbencia. ¿Alguna pregunta?
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    —¿Dónde has escondido a Hefesto durante todo este tiempo? —preguntó Zeus, fuera de sí.

    —Madre también escondió a un hijo suyo, a ti, porque tenía miedo de padre...

    —Pero ¿qué dices? ¡Padre quería comernos! ¡Yo no quiero comerme a mis hijos!
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    Papá, no puedes cumplir la promesa de que se quede con Afrodita, ¿me entiendes? Afrodita es mía, no suya, ¿vale? Aparte, no te lo ha pedido porque no lo sabe, así que no se lo digas. ¿Vale? Me entiendes, ¿no? —exclamó, muy nervioso.

    —Pero, Ares... Acabas de decírselo tú mismo —le respondió Zeus.

    Siempre ha sido muy pero que muy tonto, pobrecito.

    —Como del material del trono, vine buscando cobre y encontré oro —dijo Hefesto con una sonrisa de oreja a oreja mientras observaba a Afrodita.
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    —Perdón, dios Zeus.

    —Es mi hija.

    —¡Oh, qué bien, una niña! ¡Enhorabuena! ¡Felicita a Hera de mi parte! —exclamé.

    —Felicidades, dios Zeus —dijo también el barquero.

    Zeus estalló de risa. Caronte y yo nos quedamos callados, era muy raro, no habíamos dicho nada gracioso. Mi hermano disminuyó las carcajadas y agachó la cabeza. Se apartó un mechón de pelo y dejó ver una cicatriz gigantesca.

    Me quedé boquiabierto.

    —¿Qué te ha pasado?

    —¿Te acuerdas de Metis, la titánide?

    —Sí, claro...

    —Pues, verás... A mí ella siempre me ha gustado.
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