Muchos años antes, esa mujer, su ex novia, le había escrito al biólogo unas cartas, en el final de la época en que todavía la gente se enviaba cartas a través del correo ordinario, cuando ambos apenas comenzaban a estudiar la carrera de biología. Se diría que eran cartas de despedida, despedida de la vida pasada, despedida de un mundo que iba desapareciendo ante los ojos de todos, pero también despedida de la escritura condicionada por las reglas del correo ordinario, con sus tiempos de espera eternos y sus confusiones de dirección y sus devoluciones al remitente, el final de las cartas que viajaban por medio mundo y a veces acababan perdiéndose por el camino, en muchos sentidos el final de una cierta forma del azar, cartas escritas con la conciencia de que cualquier imprevisto podía sucederle al sobre y, por eso mismo, había que escribir de un modo especial, con un temblor y a la vez con una convicción que transformaban por completo las palabras: su intención, su estilo, su forma.