la misericordia, la justicia, dar de comer al hambriento, acoger al inmigrante, cobijar al indigente y proteger a los pobres de la opresión de los poderosos. En un estupendo momento de paso de lo sublime a lo trivial, en su apocalítica descripción de la Segunda Venida, el mismo Jesús aclara que la salvación no consiste en un ritual religioso o unos códigos de conducta, sino en la donación de un mendrugo de pan o un vaso de agua. El reino de los cielos resulta ser algo sorprendentemente materialista. Es de otro mundo en el sentido de que significa una transfiguración futura de la existencia humana, no en el sentido de unos castillos en el aire. Hay poco de delirio narcótico en la desalentadora advertencia a sus camaradas de que si son fieles a su Evangelio de amor y justicia tendrán el mismo funesto final que él. La medida del amor de uno es, en su opinión, si lo matan o no. Los cristianos que no constituyen una afrenta para los poderes vigentes, según sugiere él, no son fieles a su misión.