Antón Corriente

  • Adal Cortezje citiraoпре 5 сати
    Saludó con la mano a Alice, apoyada sobre el interior de la puerta mosquitera. Sabía por su postura que estaba llorando, y esa había sido su intención. Se había pasado mucho de la raya. Se preguntó por qué seguía con ella. Por pereza, nada más, supuso. No quería pasar por la tormenta emocional que supondría dejarla. A su pesar, se preocuparía por ella, y era demasiado lío. Necesitaría otra mujer enseguida, y para eso haría falta hablar, discutir y camelar un montón. Otra cosa era acostarse con una chica, pero lo que le haría falta sería una mujer, y ahí estaba la diferencia. Te acostumbras a una, y así tienes menos problemas. Además, Alice era la única mujer capaz de preparar frijoles que había conocido fuera de México. Tenía su gracia eso. Cualquier indito en México sabe cocinar bien unos frijoles, y aquí, Alice y nadie más: la cantidad justa de caldo, el sabor perfecto del frijol sin mezcla de otros sabores. Aquí le echaban tomate, chiles, ajo y esas cosas a los frijoles, pero los frijoles hay que hacerlos por sí solos, consigo mismos, sin más. Juan tuvo que reír.
    —Porque sabe hacer frijoles —se dijo.
    Pero también había otra razón. Ella le quería. Le quería de verdad. Él lo sabía, y una cosa así no se puede dejar así como así. Es algo que tiene su estructura, su arquitectura propia, y no se puede abandonar sin ver arrancado un trozo del propio ser. Por tanto, si quieres seguir entero, te quedas, sin que importe lo mucho que te pueda disgustar el quedarte. Juan no era hombre de engañarse mucho a sí mismo.
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