¡Copo de Algodón! ¡Flor Blanca!” —dijo Moctezuma sosteniéndome en brazos—. “Aquí estás, mi hijita, mi collar de piedras finas, mi plumaje de quetzal, mi hechura humana, la nacida de mí. Tú eres mi sangre, mi color, en ti está mi imagen. Ahora recibe, escucha: vives, has nacido, y te ha enviado a la tierra el Señor Nuestro, el Dueño del Cerca y del Junto, el hacedor de la gente, el inventor de los hombres. Aquí en la tierra es lugar de mucho llanto, lugar donde se rinde el aliento, donde es bien conocida la amargura y el abatimiento. Oye bien, hijita mía, niñita mía: no es lugar de bienestar en la tierra, no hay alegría, no hay felicidad. Se dice que la tierra es lugar de alegría penosa, de alegría que punza…”
Dizque mi madre lloraba y los demás bajaban la cabeza porque mi padre le estaba diciendo a una recién nacida el mensaje que dan los padres aztecas a sus hijas cuando llegan a la edad de razón de los siete años. Pero es que mi padre sabía que no tenía mucho tiempo, que algo iba a pasar que lo apartaría de mi lado. Por eso es triste, por eso está enojado o ceñudo desde el día que nació, porque sabe de más, sabe más que todos nosotros, y hoy que ya tengo nueve años me doy cuenta de que mi padre quería hacerme sabia desde el momento en que nací, desde el momento en que le di la flor de la mirada entre los brazos de mi madre, en la habitación de su hermoso palacio, en la ciudad surgida en el lago que es el ombligo de la Luna, el centro del universo.