Lawrence Durrell

Viéndola no podía dejar de pensar en esa raza de reinas terribles que dejan tras de sí el olor amoniacal de sus amores incestuosos como una nube flotando sobre el subconsciente de Alejandría.

Ve la diplomacia con los ojos de un Aduanero Rousseau. Se somete a ella sin permitirle jamás que se trague lo que queda de su intelecto. Supongo que el secreto de su éxito es su enorme pereza que linda casi en lo sobrenatural.

“Para un francés, el amor es interesante en Alejandría. Las mujeres actúan antes de reflexionar. Y cuando llega el momento de la duda, del remordimiento, hace demasiado calor, nadie tiene la energía necesaria. Esta animalidad carece de finesse, pero me conviene. Mi corazón y mi cabeza están hartos de amor, y sobre todo, mon cher, no quiero saber nada de esa manía judeo-copta de disección, de análisis. Deseo volver a mi granja de Normandía sin ataduras sentimentales”.

A veces hojeo las páginas de un manuscrito o las viejas pruebas de una novela o de un libro de poemas, distraído, con disgusto, con tristeza, como si examinara un pasaporte caduco.

Las conversaciones triviales han llegado a ser una forma útil de automatismo que perdura mucho después de haber desaparecido la necesidad de hablar; en caso necesario puedo incluso hacer el amor con un sentimiento de alivio —no se duerme muy bien aquí—, pero sin pasión, distraídamente.

“Con una mujer sólo se pueden hacer tres cosas”, dijo Clea en una ocasión: “Quererla, sufrir o hacer literatura”.

Por mi parte no podía soportar la vista de esa cara espesa, cubierta de pequeñas cicatrices, esa confusión bestial y melancólica de rasgos atormentados y grasientos;

Algo me impresionó en su actitud, el aire desmañado de una foca que lucha por remedar sentimientos humanos

Daba a su desdicha un aura de éxtasis, era como esas heridas deliciosas que esperamos encontrar en los santos antes que en los simples enamorados.

En la gran calma de estas tardes de invierno hay un reloj: el mar.