a literatura de horror puede llegar a ser opresiva, pero los recuerdos inquietantes de la infancia son los peores. El niño que fuimos sigue sintiendo miedo y sólo hace falta rasgar el velo, tocar la tecla precisa o hundir el bisturí en el cuerpo adecuado. Todos conservamos en la penumbra del inconsciente una pesadilla, un temor, una culpa o un presentimiento, que –como los perros de Tíndalos– son capaces de olernos