Lourdes Pinel

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    Parece fuego.
    Pero una noche de viento, cubrió el brocal con un tablón más grande. La niña, con voz subterránea, dijo:
    —Madre, no cierres, no cierres.
    Pero la mujer no la oyó
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    vio que asomaba la cabeza de una mujer calva. Los ojos de la mujer eran blancos, aunque centelleaban como si estuvieran hechos de sangre, y las manos estaban llenas de ceniza, con dedos largos y oscuros
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    La mujer calva, la miró fijamente y señalando con sus dedos de ceniza los graznidos del cielo, respondió:
    —Serás mi hija y tendrás que hacer todo lo que te diga, pero no deberás contárselo a nadie
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    No, niña, aquí no hay ningún pozo —contestó la mujer calva, y a la muchacha se le llenó el cuerpo de una dicha extraña, una dicha de graznidos de aves y de colmillos de fieras
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    Viva!, ¡viva!, ¡el fuego!, ¡el fuego! —gritó llena de alborozo, y quiso encender la cerilla mágica, pero ya no estaba en su regazo ni tampoco en el barreño de latón ni entre los pliegues de la manta vieja.
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    Un ojo ocupaba todo el ventanal, la pupila cuarteada por los listones en cruz, el iris inmóvil y brillante. Después una oscuridad inhóspita, habían vuelto a tapar las ventanas con las manos, murmuró Águeda
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    parecería mentira que esos nubarrones que amenazaban tormenta se hubieran convertido en los largos cabellos de los gigantes: ¡chico, no te asustes, no tardan en irse
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    arrancadas. Un hombre que debía de ser joven les recibió en el umbral. La piel de la cara, cansada; los ojos tan apagados, que parecían dos agujeros. Abrazó al chico flaco: menos mal que la lluvia de gigantes le había pillado en casa de David
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    culpable aún le huelen las manos a veneno, pero a mí me huelen los dedos al perro muerto, madre, que quién, abuelo, quién había sido, aullaron los escobones, corre, hijo mío, corre hacia las cuevas
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    culpable aún le huelen las manos a veneno, pero a mí me huelen los dedos al perro muerto, madre, que quién, abuelo, quién había sido, aullaron los escobones, corre, hijo mío, corre hacia las cuevas
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