Claudia Ulloa Donoso

Siempre he pensado que no le tememos tanto al mar sino al cielo; a tener el peso del espacio infinito con todos sus astros y galaxias sobre nosotros. No le tememos a lo profundo pues estamos obligados y condenados a descender, no conocemos otro curso. La fuerza de gravedad nos familiariza con la oquedad y con lo subterráneo. En las enciclopedias ya está ilustrado el núcleo de la Tierra, definido en dimensiones y capas. Sabemos que el corazón de todas las cosas es una masa de hierro ardiente. En cambio, el cielo es un misterio. Lo alto de lo alto no lo conoce nadie. Sabemos sin saber que el centro de nuestra galaxia es un agujero negro. El corazón del universo no existe.

Me hubiese gustado narrar mi historia de otra manera, porque quiero dejar en claro algo central, así que presta atención: yo, el perro muerto y rumano, soy el dueño de la historia. Pero la historia que vas a leer está adornada de ficciones, fantasías que no me pertenecen, acontecimientos que yo no he vivido, aunque se basen en mí.

El miedo y la curiosidad son animales de costumbres parecidas y anidan en las mismas cavidades de nuestro cuerpo: la boca del estómago, las fosas nasales, el túnel de nuestra médula.

“quieres irte, pero no quieres llevarme contigo”

No sabía a dónde ir. Cuando no sé adónde ir busco el agua. El mar siempre me ha parecido una puerta de escape, los lagos son refugios donde esconder lo que la tierra nos obliga a mostrar y las piscinas siempre me han parecido una manera colectiva de huir de la gravedad, un principio de sociedad acuática unida por la tensión superficial, y por el deseo de asirnos con los poros a la existencia, pertenecer a través de la piel.

Desconfié de esa tranquilidad repentina porque se parecía al anuncio de la desgracia.

Había algo que me sofocaba en ese parque que parecía estar hecho para las peleas de parejas; sus arbustos y árboles raquíticos eran el escenario perfecto para la última de todas las discusiones, para el debate sobre nimiedades que son todas las peleas de pareja. Y, sin embargo, llega un día en que todas esas nimiedades acumuladas o una sola se deforman para convertirse en la pelea definitiva, en las últimas palabras antes de la ruptura.

Busqué un sitio donde comer algo porque siempre es mejor hablar con comida delante y si se va a hablar de algo chungo, tener comida ayuda a que sea menos chungo. Bebida sola, no. Tiene que haber comida, una tarta por lo menos, uno puede decir que se va a morir o que se quiere divorciar y la noticia no pega tan fuerte, te distraes masticando, lo que te entra por las orejas ya se te va a la boca y recuerdas esa noticia con sabor a tarta o con olor a carne frita.

El descubrimiento de algo produce una sensación de estar elevándose. O quizás está ya uno elevado, porque para entender algo es necesario tener distancia y perspectiva. Cuando uno es consciente del descubrimiento o de la elevación, enseguida llega el vértigo.

Hubo un brote de fe en el aire y llegué a creer que Dios realmente existía y que nos observaba en un monitor de CCTV.