Cuando era niña me decían que si me portaba mal me iba a llevar el viejo del saco. Todos los niños que no obedecían a sus papás desaparecían en el saco infinito y oscuro de ese viejo malvado. Lejos de asustarme esa historia siempre me generó curiosidad. Secretamente quería conocer a ese hombre, abrir su saco, entrar en él, ver a los niños desaparecidos y conocer el corazón del negro misterio. Lo imaginé muchas veces. Le puse una cara, un traje, un par de zapatos. Al hacerlo su figura se volvía más inquietante porque normalmente la cara que le ponía era una conocida, la de mi padre, la de mi tío, la del almacenero de la esquina, la del mecánico del taller de al lado, la de mi profesor de ciencias naturales. Todos podían ser el viejo del saco. Hasta yo misma, si me miraba al espejo y me pintaba un bigote, a lo mejor podía asumir ese rol.