caer con todo mi peso sobre la silla, frente a mi cena. Las grietas se ramificaron con violencia a lo largo y a lo ancho de mi compostura y, a través de ellas, comenzó a drenar mi familia —la poca cosa que al fin y al cabo mi familia había sido—, a drenar y a filtrarse hacia fuera. Levanté el teléfono, volví a bajarlo, volví a levantarlo, volví a colgar el tubo, lo levanté una vez más, marqué un número y Jake me respondió al primer llamado. “¿Sí?”, dijo con voz cansada.
“Oh, por Dios”, dije y colgué.
Volví a marcar su número y de nuevo volvió a atender de inmediato.
“Se murió mi primo”, dije.
“¿Tu primo?”.
“Mi primo Morris, el violinista”.
“¿Yo lo conocía?”, preguntó Jake.
“No”, dije. “Nunca se conocieron. Creo que una vez viste una carta que él… pero… ¡alto ahí!”. Como alguien que camina dormido sobre un trampolín, mi corazón había empezado a tambalearse con torpeza. “¿Por qué todo tiene que girar en torno tuyo? Al fin y al cabo es mi primo”, dije, y empecé a leer: “Morris Sandler, virtuoso del violín, falleció a los sesenta y seis años. Sandler era conocido por…”.
“A los sesenta y seis”, dijo Jake. “A los sesenta y seis, a los noventa y tres, a los catorce, a los setenta y ocho… a los sesenta y seis, ¿y qué? Esos números no son para nada lo importante, ¿o sí?”.
“¿Estuviste tomando?”.
“Estuve trabajando. Estoy en el laboratorio. Siento mucho lo de tu primo. No recordaba