Echado en la cama, mientras la calurosa tarde de verano transcurría lentamente sobre la gran ciudad, miraba el verde de los árboles a través de la ventana, con la impresión de haber llegado a un mundo irreal, hecho de absurdas paredes de azulejos esterilizados, de gélidos vestíbulos mortuorios, de blancas figuras humanas vaciadas de alma. Hasta le dio por pensar que los árboles que creía advertir a través de la ventana no fueran de verdad; es más, acabó convenciéndose, al notar que las hojas no se movían en absoluto.