Casualmente, en la primera partida de ruleta a la que asistí, el Ruletista salió indemne. Desde entonces, a lo largo de los años, he asistido a cientos de ruletas y he visto en muchas ocasiones una imagen indescriptible: el cerebro humano, la única sustancia verdaderamente divina, el oro químico donde se encuentra todo, esparcido por las paredes y por el suelo, mezclado con esquirlas de hueso. Piensa en las corridas de toros o en los gladiadores y entenderás por qué ese juego se me coló enseguida en la sangre y cambió mi vida. La ruleta posee, en principio, la simplicidad geométrica y la fuerza de una telaraña: un Ruletista, un patrón y unos accionistas son los personajes del drama. Los papeles secundarios se los reparten el dueño de la cava, el policía que está de ronda por los alrededores, los mozos contratados para deshacerse de los cadáveres. Las sumas relativamente insignificantes que la ruleta les aportaba eran, para ellos, verdaderas fortunas. El Ruletista es, por supuesto, la estrella de la ruleta y la razón de su existencia. Por regla general, los Ruletistas eran reclutados de entre las hordas de infelices necesitados de pan como perros vagabundos, de borrachos o de presidiarios recién liberados. Cualquiera, con tal de estar vivo y de poner su corazón a prueba a cambio de mucho, muchísimo dinero (pero, ¿qué quiere decir dinero en estas circunstancias?), podía llegar a ser Ruletista.