Céleste Albaret trabajó en casa de Proust como ama de llaves, mensajera, amiga y enfermera los últimos nueve años de su vida en los que, ya gravemente enfermo, escribiría En busca del tiempo perdido. Pero fue mucho más que una mera sirvienta: su sensibilidad, su innata inteligencia y el enorme cariño y devoción que sintió por él la hicieron su única confidente, su acompañante más próxima y un testigo de excepción. Cuando finalmente, a los ochenta y dos años, accedió a publicar estas memorias profundamente conmovedoras, no sólo demostró la falsedad de las múltiples patrañas que circulaban sobre el genial novelista, sino que nos reveló un Proust humano, entrañable y cotidiano que de no ser por ella, jamás hubiéramos conocido.
Céleste nos descubre a un hombre singular y respetable, noctámbulo, que apenas se alimentaba de café, educado y extremadamente sensible. El libro trata sobre todo de los últimos años de vida del escritor y a través de sus páginas podemos constatar cómo progresivamente aumenta la obsesión de éste por terminar la novela mientras la vida se le va, hasta el punto de abandonar su importante vida social con el fin de entregar todo su tiempo a la escritura.