Sansa se sabía casi todos los himnos, y los que no, los siguió como mejor pudo. Cantó junto con viejos criados canosos y jóvenes esposas nerviosas, con sirvientas y soldados, con cocineros y cetreros, con caballeros y con granujas, con escuderos, con mendigos, con madres que amamantaban a sus hijos… Cantó con los que estaban dentro del castillo y con los que estaban fuera, cantó con toda la ciudad. Cantó implorando misericordia, tanto para los vivos como para los muertos, para Bran, para Rickon, para Robb, para su hermana Arya y para su hermano bastardo Jon Nieve, que estaba tan lejos, en el Muro. Cantó por su madre y por el padre de su madre, su abuelo lord Hoster, por su tío Edmure Tully, por su amiga Jeyne Poole, por el viejo rey Robert, siempre borracho, por la septa Mordane, ser Dontos, Jory Cassel y el maestre Luwin, por todos los valientes caballeros y soldados que iban a morir aquel día y por los hijos y esposas que los llorarían, y por último, ya casi al final, cantó incluso por Tyrion el Gnomo y por el Perro.
«No es un auténtico caballero —le dijo a la Madre—, pero fue el que me salvó. Salvadlo si podéis, y aplacad la rabia que lo corroe por dentro».
Pero cuando el septón empezó a pedirles a los dioses que protegieran y defendieran al legítimo rey, Sansa se puso en pie. Los pasillos estaban abarrotados. Tuvo que abrirse camino a la fuerza para salir mientras el septón le rogaba al Herrero que diera fortaleza a la espada y al escudo de Joffrey, al Guerrero, que le diera valor, y al Padre, que lo defendiera si era necesario. «Ojalá se le rompa la espada, y también el escudo —pensó Sansa fríamente mientras se abría camino hacia las puertas—. Que pierda el valor y todos sus hombres lo abandonen»