No yo traicioné a mi gente, sino ellos a mí. Por el color de mi piel me traicionaron. La mujer de piel oscura ha sido silenciada, amordazada, enjaulada, forzada a la servidumbre por medio del matrimonio, apaleada durante trescientos años, esterilizada y castrada en el siglo XX. Durante trescientos años ha sido una esclava, mano de obra barata, colonizada por el español, por el Anglo, por su propio pueblo (y en Mesoamérica, bajo el patriarcado indio, su vida no estaba libre de agresiones). Durante trescientos años fue invisible, no se la oía. Muchas veces deseó hablar, actuar, protestar, desafiar. Lo tenía todo en contra. Ocultó sus sentimientos; encubrió sus verdades; escondió su fuego; pero no dejó de atizar la llama interior. Siguió sin tener rostro ni voz, pero una luz atravesaba su velo de silencio. Y aunque ella no podía extender sus miembros y, aunque para ella en este momento el sol se ha hundido hasta lo profundo de la tierra y no hay luna, ella continúa alimentando la llama. El espíritu del fuego la espolea a que luche por su propia piel y por un trozo de tierra sobre el que pararse, una tierra desde la que ver el mundo —una perspectiva, un terreno propio donde poder sondear las ricas raíces ancestrales hasta llegar a su propio corazón abundante de mestiza—. Ella espera hasta que las aguas ya no sean tan turbulentas y las montañas no estén tan resbaladizas por el hielo. Dolorida y maltrecha espera, sus moraduras la envían de vuelta a sí misma y al pulso rítmico de lo femenino. Coatlalopeuh espera con ella.
Aquí en la soledad prospera su rebeldía.
En la soledad Ella prospera.