Las primeras tardes, recién instalados en la casa fósil, lloré mucho. Sabía que tía Ana nunca había estado en sus cabales porque el whisky le había ido quemando las células que tenemos en el cerebro y que necesitamos para las funciones básicas del cuerpo: caminar, respirar, hablar, comer, dormir, ir al baño, y hasta reír. Entonces yo no sabía que un solo trago de whisky podía arrasarte la lengua, el paladar y el esófago. A juzgar por el modo en que tía Anita cerraba los ojos mientras tomaba traguitos cortos, cualquiera podría apostar que le gustaba esa sensación de fuego.