Para quienes se detienen a solas en una colina, en una noche clara como aquélla, el movimiento de rotación de la tierra hacia el este resulta casi tangible. La sensación puede obedecer al deslizamiento panorámico de las estrellas sobre los objetos terrestres, que resulta perceptible al cabo de unos minutos de quietud, o a la mejor vista del espacio que ofrece la colina, o al viento, o a la soledad; mas sea cual fuere su origen, la impresión de movimiento es nítida e inconfundible. Se habla mucho de la poesía del movimiento, mas para gozar de la forma épica de este placer es preciso situarse en una colina a altas horas de la noche y, luego de haberse ensanchado en uno la sensación de ser diferente de la masa civilizada, que a esas horas se encuentra envuelta en el sueño y ajena a todo cuanto sucede alrededor, observar larga y serenamente el majestuoso avance de uno a través de las estrellas. Es difícil regresar a la tierra tras uno de estos encuentros con la noche y creer que la conciencia de tan grandiosa aceleración surge de un insignificante molde humano.