Mis ojos eran tales que literalmente
fotografiaban. Siempre que yo lo permitía
o, con un temblor silente, lo ordenaba,
todo lo que caía en mi campo visual
–una escena de interior, las hojas de un nogal, los esbeltos
estiletes de una helada estalactita–
e impreso en mis párpados, por dentro,
quedaba rezagado una hora, o dos,
y entre tanto, me bastaba
cerrar los ojos para reproducir las hojas,