Vida perdida

Existe en el lago la Isla de la Carmen Aseada, a la cual los marineros temían acercársele porque desataba tempestades, o “desataba” calmuras que hacían que el velero tuviera que arrimar, y obligaba al hombre a vivir con ella hasta que lo dejaba ir. Era una especie de Circe, decía Pablo Antonio.

Existe en el lago la Isla de la Carmen Aseada, a la cual los marineros temían acercársele porque desataba tempestades, o “desataba” calmuras que hacían que el velero tuviera que arrimar, y obligaba al hombre a vivir con ella hasta que lo dejaba ir. Era una especie de Circe, decía Pablo Antonio.

Existe en el lago la Isla de la Carmen Aseada, a la cual los marineros temían acercársele porque desataba tempestades, o “desataba” calmuras que hacían que el velero tuviera que arrimar, y obligaba al hombre a vivir con ella hasta que lo dejaba ir. Era una especie de Circe, decía Pablo Antonio.

Existe en el lago la Isla de la Carmen Aseada, a la cual los marineros temían acercársele porque desataba tempestades, o “desataba” calmuras que hacían que el velero tuviera que arrimar, y obligaba al hombre a vivir con ella hasta que lo dejaba ir. Era una especie de Circe, decía Pablo Antonio.

En cuanto a lo que yo más deseaba en la vida, que era casarme, mi gran horror era casarme y que mi esposa se volviera vieja y fea. A fin de cuentas ésa es la razón por la que después me casé con quien, como dice el místico colombiano Fernando González, “tiene siempre la dentadura perfecta”.

Antes de Nicaragua, Alberti había pasado por El Salvador y allí había escrito contra el dictador Maximiliano Hernández Martínez que hacía poco había matado 30 000 campesinos pero era vegetariano porque no podía sufrir que mataran una gallina. También en El Salvador había escrito un poema sobre Sandino y contra la intervención yanqui

Un año después que yo llegó al colegio Carlos Martínez Rivas. O sea, que soy compañero de colegio de él desde los 11 años, aunque él iba un grado después que yo. No se le notaba nada especial como poeta al principio

Una vez, durante mis primeros años de colegio, tuvimos de compañero al hijo del dictador de El Salvador, Maximiliano Hernández Martínez. Como su hijo necesariamente tenía que estar en un ambiente de guardias y cuarteles lo envió a los jesuitas para que no se corrompiera con esa vida. Era un dictador teósofo y espiritualista, que no comía carne para evitar el sufrimiento de los animales, pero en cierta ocasión no vaciló en hacer una matanza de 30 000 campesinos.

A José Coronel Urtecho, aunque era tío mío, no lo conocí en mi infancia, debido a que vivíamos en León, sino lo conocí después.

Al que conocí en mi infancia fue a mi primo el poeta Pablo Antonio Cuadra, bastante mayor que yo—hijo de una hermana de mi papá, mi tía Mercedes y de Carlos Cuadra Pasos—.

José Coronel estuvo dos veces en el manicomio de Costa Rica y con peligro de estarlo más veces (coincidiendo en una de esas ocasiones con Alfonso Cortés, el poeta que había estado encadenado en León).