El dolor, a veces, nos supera. Nos supera tanto que no sabemos ni por dónde cogerlo. Todo va mal, todo nos duele, todo nos sienta mal, el mundo nos parece un lugar horrible, nuestra situación, un fracaso, y lo peor: sentimos que nunca podremos salir de ahí. Es ese mismo dolor el que nos pone suave y delicadamente una venda en los ojos para que no veamos la salida. Lo hace despacio, sutilmente y con cariño para que no podamos decir que ha sido él. Para que nos culpemos a nosotros mismos, y la frustración y la culpa lo vayan alimentando poco a poco. Para que sintamos que no somos válidos, que nos ha tocado sufrir y que, en parte, nos lo merecemos. Eso es lo que hace el dolor: cegar. Hala, ya estoy llorando.