Menos de veinticuatro horas entre estos muros, que son de una sensibilidad, de un fluir que corresponde a otros litorales, me han inducido a un reposo lúcido, a un sentimiento de las inminencias; en todo momento, creo percibir con agudeza mayor determinados perfumes propios de mi nueva habitación, ciertas siluetas de memoria que, conocidas otras veces en pequeños relámpagos, hoy se dilatan y corren con la viveza y lentitud de un río. Entre los remaches de la ciudad, ¿cuándo he sentido el cambio de las estaciones? Más: no lo sentimos en México; una estación se diluye en otra sin cambiar de paso, “primavera inmortal y sus indicios”; y las estaciones pierden su carácter de novedad reiterada, de casilleros con ritmos, ritos y goces propios de fronteras a las que enlazar nostalgias y proyectos, de señas que nutran y cuajen la conciencia. Mañana es el equinoccio. Hoy, aquí, sí he vuelto a experimentar, con un dejo nórdico, la llegada del otoño. Sobre el jardín que observo mientras escribo, se ha desbaratado un velo gris; de ayer a hoy, algunas hojas han caído del emparrado, hinchando el césped; otras, comienzan a dorarse, y la lluvia incesante parece lavar lo verde, llevárselo a la tierra. El humo del otoño cubre el jardín hasta las tapias, y casi podría decirse que se escuchan pasos, lentos, con peso de respiración, entre las hojas caídas.