El señor de las moscas

¡Al cuerno las reglas! ¡Somos fuertes..., cazamos! ¡Si hay una fiera, iremos por ella! ¡La cercaremos, y con un golpe, y otro, y otro...!

Tras la careta de pintura, se sentía libre de vergüenza o timidez y podía mirarles a todos de uno en uno.

William Golding murió en Perranaworthal el 19 de junio de 1993, dejando inacabada su última novela, La lengua oculta.

—Bien —dijo el Señor de las Moscas—, entonces, ¿por qué no te vas a jugar con los demás? Creen que estás chiflado. Tú no quieres que Ralph piense eso de ti, ¿verdad?

Ola tras ola siguió Ralph aquel subir y bajar hasta que algo propio del carácter distante del mar le embotó la mente.

El mundo, aquel mundo comprensible y racional, se escapaba sin sentir. Antes se podía distinguir una cosa de otra, pero ahora… y, además, el barco se había ido.

Los peques habían roto el silencio. Recordaban también sus propias penas y quizá sintiesen que compartían un dolor universal.

Percival se había alejado llorando y Johnny quedaba como dueño triunfante de los castillos.

El mar, rompiendo a muchos kilómetros, sobre el arrecife difundía un leve rumor aún menos imperceptible que el susurro de la sangre.

Alrededor del niño en cuclillas aleteaba la protección de los padres y el colegio, de la policía y la ley. El brazo de Roger estaba condicionado por una civilización que no sabía nada de él y estaba en ruinas.