La impresión de aquella pérdida de la que yo me sentía tan orgullosa, le hizo proferir un grito igual al de una criatura lanzada al abismo, y el ademán con que lo aguanté pudo haber sido igual al ademán para salvarlo de la caída. Lo cogí, sí, y es fácil imaginar con qué pasión; pero al cabo de un minuto comencé a darme cuenta de lo que en realidad tenía entre mis brazos. Estábamos solos, el día era apacible y su pequeño corazón, desposeído, había dejado de latir.