Ese fue nuestro código. Nunca comprobé, nunca te lo pregunté para asegurarme, supongo que ese era el precio a pagar: no saber nunca con absoluta certeza si aquello era recíproco, porque verbalizarlo habría sido ponerle fin. Si fue una fantasía que me monté, bendita sea. Y si no lo fue en aquel momento, no me importa que lo sea ahora.
Llegué a contárselo a mi pareja. Bueno, le dije que me gustabas, porque entendía que esa era la parte que podía ser problemática. Así fue como lo formulé, a falta de palabras más acertadas. Me preguntó si quería hacer algo al respecto. Responder a esa pregunta me llevó varios días. En realidad, yo ya estaba haciendo todo lo que quería. Abrazarte durmiendo la siesta, hablarnos bajito, quedarnos hasta tarde deshojando conversaciones en el salón aunque al día siguiente hubiera que madrugar, y por la mañana encontrarnos en la cocina con los ojos hinchados de sueño y una mueca de sonrisa gruñona. Pero esa pregunta me permitió, por primera vez, disfrutar de que alguien «me gustara» sin necesitar hacer algo al respecto. Me llenaba de alegría quererte desde la quietud y atisbar reflejos de ese