Miraste el cadáver de Copita y te dieron ganas de llorar frente a los chismosos que venían a ver cuerpos todas las mañanas, para contar luego qué mutilaciones, qué heridas, qué ropa llevaba la muerta. Era el turismo funerario de la región, el turismo que todo el mundo amparaba desde el silencio, porque si en la noche sonaba un fogonazo, la gente se tapaba los oídos y a la mañana siguiente iba a aquella franja de selva a buscar cadáveres.