En comparación con Nanae, que se esforzaba por llevar una vida de clase media con artefactos modernos, yo seguía viviendo como una estudiante. De las cosas que Madre descartó al vaciar la casa, Nanae se llevó una cantidad tan enorme que la apodamos “la abuelita avariciosa” porque nos recordaba esa antigua fábula. Por mi parte, nada me interesó además de los libros. Me contentaba con las cacerolas, sartenes, platos, toallas y sábanas con que Madre había equipado nuestro departamento en Boston, las mismas que había comprado veinte años antes, cuando llegamos a los Estados Unidos. Aunque mi vida en este país tuvo su cuota de emoción y felicidad, la obstinada creencia de que mi destino era otro había permeado de un modo furtivo todos los aspectos de mi existencia, incluso mi manera de descongelar bolas de arroz.