En parte escribía por nostalgia: añoraba nuestra modesta casa de madera en Tokio. Pero más aún, porque me invadía el deseo de trazar los caracteres kanji, aunque mi mano sólo pudiera escribir los que designaban a nuestro domicilio anterior. Gracias a la antigua colección de libros del Abuelo Yokohama, podía comprender un vocabulario cada vez más amplio. Pero escribir los caracteres kanji era otra cosa. Rápidamente estaba olvidando cómo se escribían incluso los que había aprendido en la escuela primaria. El aprendizaje de los kanji solía parecerme un fastidio, a diferencia de la tabla de multiplicar, que tenía una utilidad evidente. Pero al ingresar en un mundo que sólo conocía el alfabeto descubrí que los kanji eran una parte inseparable de mí. Cada vez que escribía mi antigua dirección en Tokio me sentía como un monje que en un templo, con el cuerpo helado por el intenso frío del invierno, copiaba un Sutra a la luz de la vela