fingía alguna otra dolencia, fiebre quizá, o un resfrío, o un dolor de estómago, solo para poder quedarse en casa con su madre, escondido del mundo, arropado en sus brazos, como si de alguna manera, en el fondo de su corazón, el pequeño Paul, el menor de cinco hermanos, hubiese sabido que ella iba a morir antes de que él cumpliera los diez años. Llegó a pensar que todos los sufrimientos y penurias previos a esa gran tragedia habían sido fruto de su premonición, dolores de una pérdida anticipada sobre la cual no podía hablar, ni consigo mismo ni con los demás, por miedo a que, si lo decía en voz alta, si encontraba el coraje para articular su presentimiento en palabras, la muerte de su mamá, ya inevitable, de alguna forma se adelantaría.