¡Por timidez, no por maldad!, insiste el Viejo. Salía a trabajar a la fábrica –era plomero–, volvía, ayudaba a su hija con las tareas de la casa, así un día y otro, ¡toda la vida! Los fines de semana iban juntos a la iglesia: era un hombre muy devoto, pero jamás comulgaba. A veces bebía mucho, bebía hasta caer desmayado, pero esto no sucedía todos los días, y jamás se ponía violento. La quería mucho, a su hija, su Adriana. Tanto que no la dejaba salir; temía que le ocurriera algo. Ahuyentaba a cualquier hombre que se acercara a ella y, más tarde, ¡también a cualquier mujer! En aquel tiempo las chicas no salían tanto como ahora. Que su madre se pasara todo el tiempo encerrada formaba parte de lo habitual. A nadie le extrañó, aunque precisamente eso, el encierro, debió de ser la causa de que pasara lo que pasó. El Viejo cree con sinceridad que su padre no lo hizo con mala intención. ¡Debió de confundir las cosas! Los vecinos supusieron que su madre se había quedado embarazada en un descuido, a saber de quién. Pensaron eso, o quisieron pensarlo, a pesar de que él, el Viejo, llamaba papá a su padre sin problema. Lo llamaba papá y no abuelo, y lo hacía en los lugares públicos, en la plaza, en la pequeña tienda de ultramarinos donde se aprovisionaban. De niño pasaba más tiempo con su padre-abuelo que con su madre, que siempre huía de él, limitándose a cuidarlo con apresuramiento, sin hablar ni jugar nunca. Luego, al crecer, tardó mucho en comprenderlo, ¡tenía por lo menos dieciséis años cuando el puzle encajó! Se obligó a odiar a su padreabuelo, sin éxito. Desde que supo la verdad, justo desde aquel día, su vida se torció y fue infeliz. Fue por eso que empezó a buscar consuelo en los pájaros. Solo observándolos y leyendo sobre ellos se sentía a salvo