Pero no, la gente rica es menos holgada que yo. A mí me pasa que, como nunca he sido rica, no temo gastar todo lo que tengo porque sé que, si no vuelve, no lo echaré en falta (o, quizá, en el fondo oscuro del pozo seco que es mi alma, siento que el Dios en el que no creo me lo devolverá triplicado). Es todavía peor: si no vuelve, es probable que durante un tiempo ni lo note –el tiempo suficiente como para descubrirme desprovista–, porque fui criada negando la pobreza eventual y relativa que sobrevenía en mi familia, siempre subrepticiamente. A mi madre le criticaban gastar más dinero del que mi padre llevaba a casa. Ella se las ingeniaba para que ninguno de nosotros notara sus malabares: empeñaba joyas, pedía prórrogas a los usureros. El esfuerzo de aparentar prosperidad era desmedido, pero eficiente: hasta que crecimos, ni mis hermanos ni yo notamos que teníamos menos dinero que nuestros amigos. De formas levemente distintas, casi todas las familias con las que tuve relación mientras viví en mi país padecían el mismo vicio del arribismo. En Colombia se dice que los ricos quieren ser europeos; los clasemedieros, norteamericanos, y los pobres, mexicanos.