La humanidad, nos dice, habría «“publicado”, a partir de las tablillas sumerias, no menos de treinta y dos millones de libros». Ésta sería la base de la «biblioteca universal». A continuación interviene el demonio: «¿Por qué detenerse aquí? La biblioteca universal debería incluir una copia de cualquier cuadro, fotografía, película o composición musical producidos por todos los artistas del presente y del pasado. También debería incluir todas las transmisiones radiofónicas y televisivas. También la publicidad. ¿Y cómo olvidar la Red? La gran biblioteca obviamente debe tener una copia de los cientos de millones de páginas web muertas, que ya no están online, y de las decenas de millones de posts en los blogs que ahora se han perdido; la efímera literatura de nuestro tiempo.» Estas últimas palabras, propias de una ensoñación, no disipan el regusto de horror y de parálisis que destilan las precedentes. Se trata acaso de la forma más avanzada de persecución que se haya descrito: la vida rodeada por una vida en la que nada se pierde y todo está condenado a subsistir, siempre disponible y sofocante. En este cuadro, los libros parecen una remota provincia o un reino de opereta. ¿Qué cuentan treinta y dos millones de libros frente a los miles de millones de «páginas web muertas», en crecimiento exponencial? Son éstos los verdaderos muertos vivientes que nos rodean. Mientras leía, pensaba: ¿hay alguien que haya ido más allá? Sí, lo hay: Joe Gould, el magnífico excéntrico de Nueva York narrado por Joseph Mitchell, el hombre que se pasó la vida aparentando que escribía la «historia oral», esa historia ignota que comprende cada una de las palabras dichas en conversaciones de bar (de todos los bares) o en un vagón de metro (de todos los metros) o en cualquier otro lugar. Respecto del plan de Joe Gould, incluso el de Google resulta provinciano y modesto