es
Knjige
Victor Hugo

Los miserables

  • juan diego esquivias padillaje citiraoпрошле године
    Estamos convencidos de que si se pudieran ver las almas con los ojos, se vería claramente esa cosa extraña que cada individuo de la especie humana tiene y que corresponde a alguna de las demás especies del mundo animal; y se podría reconocer fácilmente esa verdad, apenas entrevista por los pensadores, que dice que, desde la ostra hasta el águila, desde el cerdo hasta el tigre, todos los animales están presentes en el hombre y cada hombre lleva dentro uno de ellos.A veces, incluso varios a la vez.
    Los animales no son más que las imágenes errantes de nuestras virtudes y nuestros vicios, los fantasmas visibles de nuestras almas.
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    Un día vio que unos paisanos estaban arrancando ortigas. Miró aquel montón de plantas desraizadas y secas, y les dijo:
    –Están muertas. Sería muy bueno saber utilizarlas. Cuando la ortiga es joven, la hoja es una excelente verdura; cuando envejece, tiene unos filamentos y unas fibras como las del lino y el cáñamo. La tela de ortiga es tan buena como la de cáñamo. Picada, la ortiga va muy bien con aves; molida, es muy buena para los animales con cuernos. El grano de la ortiga mezclado con el forraje da brillo a la piel de los animales; la raíz, mezclada con sal, produce un bello color amarillo. Por lo demás, es un heno excelente que se puede cortar dos veces. ¿Y qué necesita la ortiga? Poca tierra, ningún cuidado, ningún cultivo. Lo único es que el grano cae a medida que va madurando y su recolección es difícil. Eso es todo. Con un poco de trabajo que se tomara, la ortiga sería útil; se la desprecia, se la considera perjudicial. Entonces la matamos. ¿Cuántos hombres se parecen a la ortiga?
    Después de un silencio añadió:
    –Amigos míos, no olvidéis esto: no hay ni malas hierbas ni malos hombres. Sólo hay malos labradores.
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    Como la Thénardier era mala con Cosette, también lo fueron Éponine y Azelma. Los niños, a esta edad, no son más que copias de la madre. El formato es más pequeño, eso es todo.
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    el domingo la fatiga no trabaja.
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    La historia desprecia casi todas estas particularidades, y no puede ser de otra forma; nos invadiría el infinito. Sin embargo, estos detalles, que se consideran equivocadamente pequeños –no hay hechos pequeños en la humanidad ni hojas pequeñas en la vegetación– son útiles. Es de la fisonomía de los años de lo que se compone la figura de los siglos.
    En ese año de 1817, cuatro jóvenes parisinos montaron «una buena farsa».
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    e decía una voz al oído que acababa de atravesar la hora solemne de su destino, que para él no había ya término medio; que si en adelante no era el mejor de los hombres, sería el peor;
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    miseria universal era su mina. El dolor general siempre era una ocasión de bondad. Su lema era Amaos los unos a los otros; lo decía completo, no deseaba nada más, y era toda su doctrina. Un día, ese hombre que se creía «filósofo», el senador que ya conocemos, dijo al obispo:
    –Mire el espectáculo del mundo; guerra de todos contra todos. Su amaos los unos a los otros es una simpleza.
    –Y bien –respondió monseñor Bienvenue sin ánimo de disputa–, si es una simpleza, el alma debe encerrarse en ella como la perla en la ostra.
    Así que él se encerraba en su lema,
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    el éxito es una cosa bastante horrenda. Su falso parecido con el mérito engaña a los hombres. Para la masa, el éxito tiene el mismo perfil que la excelencia. El éxito, ese espejismo del talento, ha engañado a la Historia.
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    Entre otras cosas extrañas, se le habría escapado, una tarde que se encontraba en casa de uno de sus colegas más cualificados, lo siguiente:
    –¡Ah, los bellos relojes de péndulo!, ¡las buenas alfombras!, ¡las buenas libreas! ¡Qué molesto ha de ser todo eso! ¡Oh! No me gustaría tener todas esas cosas superfluas gritándome sin cesar al oído: ¡hay gente que pasa hambre!, ¡hay quien pasa frío!, ¡hay pobres!, ¡hay pobres!
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    Había en el auditorio un rico comerciante retirado, algo usurero, Géborand, el cual había ganado medio millón fabricando gruesas telas, sargas diversas y un tipo de bonetes de fieltro llamado fez, todo de bajo precio. No había dado una limosna en su vida, pero después del sermón se advirtió que todos los domingos daba cinco céntimos a los viejos mendigos que pedían en el portal de la catedral.Y eran seis a repartirse aquello. Un día, el obispo le vio haciendo su caridad y le dijo a la hermana con una sonrisa:
    –Ahí tienes al señor Géborand comprando cinco céntimos de paraíso.
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