No es la misma persona que vi hace trece días y tal cosa me hunde todo por dentro. Está pálida, delgada y los pómulos le sobresalen confirmando lo que tanto me temía: la están esclavizando con droga.
Siento todo como si lo estuviera viviendo en carne propia. La cuelgan en un gancho como un trozo de carne y llora mientras yo lidio con el ardor que me quema el pecho. Tenso la mandíbula e intento moverme, pero no puedo.
Me consumo en llamas de ira cuando le rompen la ropa preguntando si pueden violarla, eso es demasiado, incluso para mí, que pierdo sentido de todo. El llanto, las lágrimas y el saber que le pusieron un dedo encima explota la granada que me vuelve pedazos desconectándome por completo.
Mi entorno se oscurece y de un momento a otro estoy de pie con la MacBook destrozada por la fuerza de mis dedos. Patrick me pide que lo escuche, pero lo único que hago es apresurarme a la salida sin importarme a quién dejo atrás.
Bajo rápido y abordo la moto de nuevo, acelero sin detenerme en semáforos ni en señales de tránsito, solo me apresuro con su imagen en mi cabeza. Las malditas imágenes que se repiten como una película de terror.