El amor de mis padres se manifestaba siempre instándome a mejorar: a ser más. Más piadosa, más contrita, más solícita. También Dios se relacionaba conmigo solo en un contexto de exigencia. Nunca era suficiente tal y como era. Mi mejor yo, el yo más digno de ser amado, más aceptado, siempre iba por delante de mí: la sombra de un yo posible que, por mucha distancia que recorriera, mi persona real nunca alcanzaba.