Es una locura, Eva, no deberías estar allá, no tú, no sola, no ahora. La voz de mi madre me obligó a mirar mis manos delgadas, sudorosas, mi rostro como el de una niña vieja en el reflejo del cristal del coche, mis ojeras pronunciadas, que no son las que corresponden a una mujer joven y saludable como lo debiera ser yo.