Nidia me hacía toda clase de requerimientos que, según ella, debía acometer con soltura y prontitud. Para empezar, solucionar cuanto desperfecto apareciera en su casa, o en el depa, cuando ya vivíamos juntos, a huevo con mis propias manos, como cualquier bato que se precie de no ser maricón, apuntaba. Cambiar un socket sin electrocutarme u ocasionar un corto general, afinar el carro, hacerle a la plomería y a la albañilería cuando fallara la regadera y hubiera que tapar alguna grieta en el mosaico del baño, tener vocación de guardia de seguridad, abogado y taxista experimentado; todo esto, porque eso hacen los batos. Lo cierto era que ni aunque me apuntaran con una pistola tendría oportunidad. Soy torpe. O flojo. O no tengo el carácter. Y al parecer eso al principio les cae en gracia a algunas mujeres. Aunque luego ya no tanto. Me imagino, ahora, habiendo pasado tanta agua ya bajo el puente de los dos años que estuvimos juntos, que se impuso el reto de convertirme en lo que yo no era, en lo que yo nunca afirmé ser, porque no lo creí necesario, y en lo que nunca juré convertirme, porque uno no debe hacer promesas que no piensa cumplir. O sea, un bato de los de a deveras. Cuando se dio cuenta de que el proyecto naufragaba, todo empezó a terminar.