Luego regresábamos a la casa. Las ventanillas siempre con los vidrios abajo, para sentir el viento en la cara, para sentirnos un poco limpios y refrescados, fuera de esa casa en la que nada más estábamos él y yo; confortados porque, de alguna manera, sí, lo puedo jurar, mamá venía con nosotros en el asiento de atrás. El regreso parecía un poco menos amargo. Él a la viudez; yo a la orfandad. Un poco menos.