Debimos ser felices

Mi madre, a los 17, creyó por primera vez que vivir no valía la pena

El pasado es un pozo en el que suelo asomarme a veces, pero a vos te hizo caer

La muerte es tener moscas sobre la cara.

Con los años, nos van subiendo por el cuerpo. En la última mitad de la vida, se nos posan sobre las piernas en los días de verano y, de a poco, sin que nos demos cuenta, nos van trepando, hasta que terminan limpiándose las patas sobre nuestros pómulos o nuestra frente.

vemos el paisaje que se repite, como si terminara y empezara una y otra vez: el pasto solo, el pasto con vacas, el pasto bajo una estancia y sus caballos. El pasto solo de nuevo.

Mi abuela quería acompañar a mi madre y mi madre la quería acompañar a ella, así que volvieron a convivir después de que mi padre se fue de casa. Ya había sido así con Amantino: cuando un hombre desaparecía ellas volvían a juntarse.

Ya no les interesa, o no pueden, recuperar la placidez del mundo que tuvieron alguna vez.

Cuando se acaban los susurros, sé que mi abuela terminó de rezar. Entonces me levanto de la cama, voy hasta la biblioteca, saco mi libro de adivinanzas y la caja de bombones Garoto que me trajo de Rivera. Cuando me acuesto a su lado, siento el aroma dulce de su agua de colonia, la tibieza de sus piernas debajo de las sábanas floreadas.

Mis padres nunca andaban de la mano ni se besaban en público. Se dividían los gastos y las tareas de la casa. Casi no discutían. Eran como buenos vecinos.

Siempre me pareció que detrás del cielo negro solo hay luz y que las estrellas son los agujeritos por donde se cuela.

me cuesta distinguir qué es cielo y qué es mar.