Nunca vi a mi abuela con los ojos abiertos bajo el agua. Nunca vi que entrara en un salón de noche, radiante, con zapatos nuevos y un broche en el pelo. Nunca la vi sin su alianza en el dedo que yo hubiera querido que se sacara. La vi untando mi pan con margarina, arreglándome el pelo, cosiéndome la ropa, acariciándome. La vi temblando. Calculando la temperatura de la leche. Pensando que el mundo era un lugar peor: creyendo que era real la trama de las series policiales que siempre veía. La escuché antes de dormir, pidiendo por mí en susurros. Pronunciando en portugués el nombre de ciertas frutas. Repitiendo con la misma lástima el nombre de sus hijos muertos. La vi, más tarde, con los ojos fijos mirándome la boca, tratando de entender qué le decía. Y ya al final, confundiéndose, llamándome por otros nombres, escupiendo toda el agua que tragaba.