Cuando se despertaron por la mañana, después de un corto sueño, descorrieron las cortinas y contemplaron la bahía de San Francisco que, entre edificios, brillaba a lo lejos bajo la luz del sol.
Mientras ingería su solitario desayuno de la mañana anterior, Kawase había arrojado migas a las palomas que se posaban sobre el alféizar. Volvieron nuevamente al oír abrirse la ventana. No hubo migas, sin embargo, pues Kawase no podía pedir el desayuno a su habitación. Decepcionadas, las palomas se retiraron a un hueco, bajo el alféizar, estirando el cuello de vez en cuando, como esperando su ración. Luego, se alejaron volando. Sus cuellos eran una intrincada combinación de azul, marrón y verde.