Filosofía de la casa

El objetivo de la alquimia era la síntesis de la piedra filosofal: no otra estructura de las piedras, sino el principio que permite que cada piedra se transforme en cualquier otra forma y, por lo tanto, afirmar la unidad y la equivalencia de cada centímetro de la carne del planeta. La casa del futuro debería ser esta piedra filosofal: el principio que permite que todas las cosas se transformen entre sí y que cada vida se conciba como equivalente a cualquier otra vida.

Las ciudades humanas son imposibles sin trigo, maíz o arroz, sin manzanos, sin cerdos, sin vacas y sin corderos. Son principalmente los no humanos los que hacen nuestras ciudades habitables.

El mito de una naturaleza salvaje, que se expresa en la idea del parque natural, es por lo tanto el derrocamiento del mito fundacional del Estado moderno. En este último, la naturaleza está considerada como lo que precede al Estado y a la civilización: la asociación entre los seres humanos debería reemplazar, corregir y suspender el estado de naturaleza. En el mito de la naturaleza «salvaje», es la ciudad en cambio la que fantasea con una exterioridad que le permite purificarse de los excesos de la civilización y equilibrarlos.

«Salvaje», cuando se refiere a la vida no humana, adquiere un doble significado, como lo demostró William Cronon en su famoso ensayo Uncommon Ground: Rethinking the Human Place in Nature, que ha desencadenado un debate extremadamente amplio e importante. Según Cronon, la historia de esta noción y las paradojas que alimenta están ligadas a prejuicios religiosos y neocoloniales. Por un lado, la idea de lo salvaje o silvestre (en Estados Unidos se llama wilderness) se alimenta del mito de la frontera, que presupone que la geografía norteamericana estuvo deshabitada, desconociendo la masacre de las poblaciones locales por parte de los colonos.

Seguimos llamando «salvaje» a todo espacio en el que los seres vivos construyen un mundo sin la contribución de la especie humana; nos esforzamos por definir como tal cualquier forma de vida que se acerque a su Bien y a las condiciones para alcanzar su perfección.

En realidad, no existe ni ha existido nunca una naturaleza «salvaje» o «silvestre». La antropología contemporánea nos ha liberado de la idea del «salvaje» en el mundo humano, que no es más que el residuo del desprecio y del racismo irreflexivo que toda autoconciencia cultural proyecta sobre el extranjero: la presunción de superioridad es un efecto óptico con el que toda cultura mira a las demás.

La «revolución urbana» es solo una consecuencia de la agricultura y de la posibilidad de acumular y almacenar alimentos en el mismo lugar a largo plazo. La ciudad es una emanación del jardín.

La humanidad no es una forma entre las formas, una especie entre las especies: es la forma capaz de fingir ser o creerse todas las demás. Cada vez que vinculamos nuestro hogar a un territorio estable, cada vez que pensamos en la casa con la apariencia de una ciudad, estamos fingiendo ser plantas, nos estamos imaginando como árboles.

La casa era nómada, capaz de viajar y, a menudo, construida con materiales de origen animal en lugar de piedras. Fue el jardín lo que hizo de la casa algo urbano, estable, fijo en el territorio y, por lo tanto, mineral.

Desde Thoreau hasta hoy, la cabaña ha cumplido esta paradójica función simbólica: encarnar el modelo del grado cero del artefacto, una casa que esconde el haber sido construida, que oculta su artificialidad, para convertirse en un trampantojo de naturaleza no humana, como si fuera una imagen aquiropoeta de la antigua teología cristiana.